En Bici.
Soy un niño y aun no se manejar la bici, pero de pronto voy conduciendo una. Mantengo el equilibrio de puro milagro.
En su propia bici, a mi lado, me acompaña una chica. La conozco no hace mucho pero siento que somos amigos. Ella sabe llevar la bici mejor que yo.
Pierdo el equilibrio una vez. La golpeo, pero ella aguanta sin caer y el golpe evita que yo me caiga esta vez.
Pierdo el equilibrio otra vez y la golpeo de nuevo. Pero en esta ocasión caemos los dos y nos hacemos daño.
Ella se enfada y dice que se va para siempre. Yo me quedo solo, llorando, con la bicicleta en el suelo.
Y sigo siendo un niño.
El jarrón.
Soy un niño, otra vez.
Tengo que mover un jarrón muy frágil de un sitio a otro y se me resbala de las manos.
En el acto reflejo para cogerlo antes de que caiga, no acierto a sujetar la pieza de porcelana y en lugar de eso hago que golpee el suelo con más fuerza todavía.
En el momento en que el jarrón toca el suelo todo se ralentiza. Tanto que, en el sueño, el golpe dura 2 meses en los que soy incapaz de apartar la vista del objeto, aterrado, intentando abarcar el lugar al que vuelan todos los añicos con la esperanza de acordarme luego donde están todos y volver a juntarlos para arreglar la vasija de alguna forma.
Tras el golpe, al acercarme para recogerlos, piso un pedazo que no había visto. Sangro. Me doy cuenta, llorando, que con mis torpes manos de niño jamás podré reparar el jarrón.